El año 2018 inició con un tema candente tanto para las empresas de telecomunicaciones como para los reguladores: la necesidad de regular las plataformas de video y otros servicios por Internet, conocidos como over-the-top (OTT).
Esta urgencia ha sido manifestada por todos los actores del sector, con la única excepción, claro está, de las propias OTT (que por supuesto, no quieren ser reguladas). Para las telcos, por su parte, se trata de establecer unas reglas de juego equitativas, pues mientras ellas están sometidas a regulaciones, impuestos, licencias, franjas y leyes de privacidad, la mayoría de los servicios web pasan de largo por estas normas. Para los usuarios, es primordial la protección de sus datos y privacidad, así como un acceso más amplio a los contenidos y servicios.
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Para los organismos reguladores y el sector en general, el tema es más delicado. No se trata solo de disminuir las asimetrías en el mercado, sino de garantizar derechos humanos y libertades democráticas. Suena algo alarmista, pero no lo es: lo que está en juego es la forma como se protegerán ciertos activos culturales y sociales en la era de Netflix, Youtube y Facebook.
¿Es posible fijar cuota de pantallas a las OTT como Netflix?
Mientras varios países, incluyendo Argentina y Brasil, ya legislaron para gravar a servicios como Netflix con IVA, aun no se ha decidido dar un paso más: imponer a estos servicios las mismas obligaciones democráticas que a los canales normales de televisión. Una de esas es la cuota de pantalla, la exigencia de que cada canal u operador tena un porcentaje mínimo de contenidos considerados relevantes para la sociedad.
Así, los operadores de cable en Colombia, Argentina, México y Brasil, entre otros, deben pasar un conjunto mínimo de canales públicos o de “interés general”, en lo que se conoce como una política de must carry, “se debe incluir”. Otras normas de ciertos países, inspiradas en la directriz europea, exigen a estos operadores un mínimo de canales o contenidos nacionales.
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La Comisión Europea, que regula una región conocida por la importancia que le da a la labor democrática y pública de los medios de comunicación, ha modificado sus normas para incluir en la regulación a OTTs de pago tipo Netflix o Amazon, a quienes ahora aplican las políticas comunitarias sobre protección de datos, los impuestos al consumo de medios y la cuota de contenidos nacionales.
La norma indica que toda OTT de pago debe incluir mínimo un 20% de contenidos europeos (de cualquier país de la Unión). Esto tiene bastante sentido cuando Europa no solo es uno de los mayores polos mundiales de producción cultural, sino que además sus productos en promedio tienen una calidad claramente superior al promedio de los programas comerciales que llegan de Estados Unidos o Asia.
Estas medidas pretenden proteger la industria audiovisual de los países, y en la regulación europea se dan por hecho. Sin embargo, trasladar a América Latina medidas así no necesariamente corresponde a un interés de calidad. La TV latinoamericana, en general y en promedio, no se caracteriza por su interés cultural, social o cívico. La mayoría de los canales privados tienen apuestas buenas, pero esencialmente comerciales, por lo que para ellas debería haber algún tipo de filtro que determine qué producciones se preferirían en esa cuota. Las OTT optarán siempre por hacer lo que ya hacen: tomar las producciones de mayor audiencia, por lo que la regulación deberá establecer criterios para llenar el resto de la cuota.
Los más rentables productos comerciales de la región son las telenovelas y los seriados. Solo ver los temas latinoamericanos que triunfan en Netflix (narcotráfico, prostitución) demuestra que, desde el punto de vista cultural, social e histórico, estamos muy mal representados. Como ha demostrado varios estudios sobre la serie Narcos, la representación de nuestros países en las producciones originales de la OTT claramente son la visión estadounidense, colonialista e incluso racista, que supone que tienen que ser “ellos” los que lleguen a solucionar los problemas locales.
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Estados e instituciones han comenzado a apostar por una TV pública de calidad, pero tampoco es muy probable que las OTT elijan los productos de gran factura si no están ligados a una promesa de audiencia masiva, que no es la función de la TV pública. En este sentido, formular cuotas permitiría una representación más justa, real y digna de nuestras sociedades. Incluso en dicha cuota puede incluirse un must-carry con los programas más representativos de cada temporada en los países de la región. A diferencia del cable o el satélite, ampliar el catálogo de una OTT de video no le implica a esta un esfuerzo ni una inversión considerable.
Por ahora, en Netflix (que, entre otras asimetrías regulatorias, no está obligado a rendir cuentas sobre su selección de contenidos y no publica los porcentajes de producción nacional de los países donde opera) la producción latinoamericana no llega ni al 1% del catálogo. Las desavenencias con Televisa y otras productoras han dejado a los contenidos latinoamericanos, fuera de la bolsa, y las producciones originales de Netflix en la región se cuentan en los dedos de la mano.
Los tres grandes productores de TV y cine de la región (Brasil, México y Argentina), al igual que Colombia y Chile, tienen una gran penetración de la TV por cable y satélite, por lo que no se considera urgente a defensa de la industria nacional en las OTT. Pero como sabemos en este sector, las dinámicas de Norteamérica y Europa pronto se replicarán en América Latina, y es mejor anticiparse que ser sorprendidos cuando estos servicios que transitan contenidos por la web comiencen a ser un desafío real para las industrias tradicionales.
Otras OTT, como Hulu y Amazon, apenas tienen presencia en algunos países, pero planean expansiones agresivas que tomarán por sorpresa al sector y a los reguladores, como hasta ahora ha ocurrido, sin contar los manifiestos intereses anunciados por Facebook y Apple para entrar en el negocio de los contenidos bajo demanda.
Lo que es claro es que, de imponerse cuotas para las OTT, no pueden ser nacionales sino regionales. Primero, porque pocos países (Brasil, México y Argentina) tendrían industrias lo suficientemente grandes y maduras para beneficiarse de una norma así; segundo, porque la región es unida y repleta de identidades, y sus contenidos pasan de país en país con naturalidad, enriqueciendo el legado cultural de todos. Así, al igual que Europa, sería óptimo que de generarse un sistema de cuotas se haga de manera coordinada entre varios países, para que haya así una sola exigencia para las OTT. Esto haría mucho más fácil la gestión tanto a empresas como a los reguladores.
Una regulación eficiente de las OTT debería tener en cuenta la defensa de las industrias audiovisuales locales y nacionales, tanto privada como pública, pero sin desconocer que la competitividad tiene que partir de la calidad. Por ahora, los reguladores de la región deben evaluar estos desafíos con la prudencia para no desmotivar la inversión e innovación, pero con la fuerza y la seguridad que requiere la defensa de la cultura y la representación cultural.
Las continuas amenazas de muchas empresas que señalan que “la regulación desestimularía la innovación y el crecimiento” se han mostrado falsas en Europa y otros países. Ni siquiera los impuestos para estos servicios en Argentina y Brasil han desestimulado el crecimiento de Netflix. Podemos aprender de Europa a regular sin miedo y sin escuchar chantajes, sino con discusiones que incluyan a todos los actores del sector. Puede que al final se decida que establecer cuotas de contenido local y regional no sea la opción mejor, pero esto debe ser después de una amplia consulta y de estudios serios, siempre con la preservación de las industrias y culturas locales como objetivo central.
Gabriel Levy Bravo
Sergio Urquijo morales