La latencia: La variable que marca la diferencia

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En un mundo donde todo parece medirse en gigas, donde las publicidades prometen velocidades siderales de conexión, hay una palabra que rara vez se menciona pero que determina, en gran medida, la experiencia real del usuario al navegar por internet: la latencia.

Mientras el ancho de banda se lleva el protagonismo en la discusión sobre velocidad, la latencia, silenciosa y a menudo ignorada, tiene un peso específico en la ecuación del buen servicio digital.

“La velocidad depende más del tiempo que del tamaño”

Por: Gabriel E. Levy B.

www.galevy.com

Durante años, el discurso dominante en torno al internet de calidad giró en torno a cuántos megabits por segundo (Mbps) un proveedor puede entregar. Esta obsesión con el ancho de banda —entendido como la cantidad de datos que pueden transferirse por segundo— opacó a otro factor igual o incluso más decisivo: la latencia. La latencia, en términos simples, es el tiempo que tarda un paquete de datos en ir desde el origen hasta su destino y volver. Se mide en milisegundos y representa ese breve pero crucial intervalo entre que hacemos clic y que el sistema responde. No se trata de cuánto se puede enviar, sino de cuán rápido llega lo que se envía. En un mundo digital que premia la inmediatez, la latencia es el verdadero termómetro de la fluidez.

El problema es que este retardo no siempre es visible hasta que se convierte en un obstáculo. En una videollamada, puede manifestarse como un incómodo silencio antes de que la voz del interlocutor nos alcance; en un videojuego, como ese segundo fatal en el que el personaje no reacciona a tiempo. La latencia está ahí, escondida, minando la experiencia, aunque el velocímetro del internet prometa cifras elevadas.

El ingeniero estadounidense Jim Gettys, quien acuñó el término bufferbloat para describir los cuellos de botella que se generan en redes sobrecargadas de datos, advirtió que la calidad del internet no radica únicamente en el volumen de información que puede transmitirse, sino en cómo y cuándo se entrega. “La acumulación innecesaria de paquetes en la red provoca una inflación artificial de la latencia”, explicó en una serie de publicaciones técnicas que hoy se consideran referencia. En otras palabras: no importa cuán ancha sea la autopista si todos los autos se quedan atrapados en un semáforo eterno.

Y es justamente allí donde se abre una grieta entre lo que se promete y lo que se experimenta. Mientras los proveedores de servicios de internet compiten en una carrera por ofrecer más megas, muchos usuarios siguen enfrentando una navegación errática, interrumpida, frustrante. La explicación, casi siempre, está en esos invisibles pero determinantes milisegundos de latencia.

“Un paquete de datos puede viajar a la velocidad de la luz, pero perderse en la burocracia del camino”

Para entender por qué la latencia importa tanto, basta con mirar cómo se comporta la red en distintos contextos. La latencia —medida en milisegundos (ms)— representa el retraso entre una acción del usuario y la respuesta del servidor. En aplicaciones como videollamadas, juegos en línea o incluso navegación web básica, una latencia elevada puede hacer la experiencia insoportable, sin importar si se cuenta con un ancho de banda de 300 o 1000 Mbps.

En este sentido, la metáfora de la carretera digital cobra valor: el ancho de banda sería la cantidad de carriles disponibles, mientras que la latencia se parecería al estado del tráfico. Se puede tener una autopista de seis carriles, pero si cada vehículo tarda mucho en reaccionar a los semáforos o tiene que pasar por peajes innecesarios, el tiempo total del viaje se dispara. Esto, precisamente, es lo que ocurre en las redes de internet que priorizan volumen por encima de eficiencia.

Países como Corea del Sur y Japón, líderes mundiales en conectividad, comprendieron esta distinción hace años. En sus estrategias nacionales, no solo ampliaron la cobertura y velocidad, sino que se enfocaron en reducir la latencia mediante infraestructura más cercana al usuario, redes de fibra óptica de baja interferencia y arquitecturas distribuidas de centros de datos.

Sin embargo, en muchos países de América Latina y otras regiones en desarrollo, la carrera sigue estando centrada en ofrecer “más megas” sin mejorar las condiciones que permiten que esos megas se traduzcan en una experiencia eficiente.

“El silencio entre paquetes también comunica”

Uno de los principales problemas que enfrenta la latencia como concepto es su invisibilidad en el marketing. No se puede vender con la misma facilidad que los megas. No hay promociones que digan “latencia de menos de 10

 ms garantizada”, aunque tal cifra sería determinante para un gamer profesional o para un cirujano que opera a distancia con instrumental robótico.

El público general, además, suele confundir velocidad con tiempo de descarga, sin notar que muchas de las molestias cotidianas al usar internet —mensajes que tardan en enviarse, llamadas que se interrumpen, páginas que parecen “dudar” antes de cargar— se deben a una alta latencia, no a un bajo ancho de banda.

Este malentendido también se perpetúa en la regulación. Las normativas de calidad del servicio en muchos países exigen a las compañías proveedoras cumplir con un mínimo de ancho de banda, pero no se preocupan por establecer umbrales de latencia aceptables. Esta omisión habilita a los operadores a cumplir con las cifras contractuales sin realmente mejorar la experiencia del usuario.

Incluso en entornos corporativos, donde el tiempo es dinero, se han visto casos en los que redes de gran capacidad generan resultados decepcionantes por no considerar la latencia. Una red de fibra que conecta dos oficinas puede transferir archivos pesados en segundos, pero si la comunicación en tiempo real entre equipos se ve obstaculizada por retrasos de 100 milisegundos, la colaboración se resiente.

“Cuando cada milisegundo cuenta”

En el mundo de los videojuegos en línea, la latencia dejó de ser un término técnico para convertirse en una preocupación cotidiana. Jugadores de League of Legends, Call of Duty o Fortnite saben que una latencia superior a 50 ms puede marcar la diferencia entre la victoria y la derrota. En este ecosistema, el famoso ping —una medida de latencia— se ha vuelto parte del vocabulario común, y no hay partida donde no se discuta si la conexión “anda lenta”.

En América Latina, por ejemplo, se popularizó el término “lag” para describir esos momentos en los que la imagen se congela justo cuando uno está a punto de hacer una jugada crucial. En muchos de esos casos, el problema no es que falte velocidad, sino que sobra latencia.

Otro caso emblemático es el de la telemedicina. Con el auge de las consultas virtuales y las cirugías asistidas por robots, especialmente después de la pandemia, se volvió crítico mantener una latencia ultrabaja. Según un estudio publicado en The Lancet Digital Health, una latencia superior a los 250 ms puede comprometer seriamente la seguridad en procedimientos quirúrgicos a distancia.

Las plataformas de videollamadas, como Zoom o Google Meet, también enfrentaron este dilema. Durante el pico de la pandemia, muchas de estas plataformas invirtieron en servidores regionales y algoritmos de compresión que redujeran la latencia, dado que el simple retraso de medio segundo en una conversación puede desincronizar completamente una reunión.

Y ni hablar del internet de las cosas (IoT), donde sensores conectados en tiempo real deben tomar decisiones al instante, como en un coche autónomo que detecta un peatón. En este tipo de contextos, una latencia baja puede literalmente salvar vidas.

En conclusión, la velocidad de internet no depende solamente del ancho de banda, sino que se sostiene, en gran medida, en una variable muchas veces ignorada: la latencia. En un entorno digital que exige respuestas instantáneas, ignorarla es como construir una autopista sin preocuparse por los semáforos. Comprender y valorar la latencia no solo mejora la experiencia del usuario, sino que redefine qué significa realmente tener una buena conexión.

Referencias:

  • Carr, Nicholas. The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains. W.W. Norton & Company, 2010.
  • Gettys, Jim. “Bufferbloat: Dark Buffers in the Internet.” ACM Queue, 2011.
  • The Lancet Digital Health, “Latency in telesurgery: implications for safety”, 2020.
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