En la industria de la innovación, el brillo del éxito suele opacar los tropiezos. Nos seduce la idea de un futuro guiado por artefactos revolucionarios y plataformas transformadoras, pero rara vez miramos las ruinas tecnológicas que quedan en el camino.
Televisores 3D, interactividad en la televisión digital terrestre (TDT), Google Glass o el mismísimo metaverso de Facebook: proyectos que prometieron cambiar el mundo, pero terminaron archivados como episodios de entusiasmo desbordado y realidad insuficiente.
«Innovar es fallar hasta que algo funcione»
Por: Gabriel E. Levy B.
Una visión romántica de la innovación sugiere que el progreso es una flecha que solo apunta hacia adelante.
Sin embargo, como apunta el sociólogo David Edgerton en The Shock of the Old (2006), la historia de la tecnología no se escribe solamente con inventos nuevos, sino con el uso real que se les da. “La novedad no garantiza relevancia”, escribió, y su afirmación se refleja con claridad en los proyectos que, a pesar de millonarias inversiones y campañas seductoras, simplemente no conectaron con el público.
El metaverso de Meta (antes Facebook), por ejemplo, surgió con una narrativa grandilocuente.
Mark Zuckerberg prometió una revolución en la interacción social y laboral, un entorno virtual persistente donde todo sería posible: desde reuniones de trabajo hasta conciertos y viajes.
Sin embargo, apenas dos años después de su presentación oficial en 2021, el concepto se desinfló. La escasa adopción, la limitada capacidad técnica y una falta de sentido claro de utilidad lo volvieron un espejismo caro.
La historia no es nueva. A comienzos de la década de 2010, los televisores 3D inundaron el mercado como la «próxima gran experiencia inmersiva». Pero los consumidores no adoptaron la costumbre de usar gafas especiales en casa para ver una película.
El cansancio ocular, los altos precios y la escasa oferta de contenido convirtieron la promesa en un mal recuerdo.
Lo mismo ocurrió con la interactividad prometida por la TDT en América Latina, que quedó más como un anhelo burocrático que como una transformación real del consumo audiovisual.
“Lo que no se usa, no es tecnología”
Neil Postman, en su libro Technopoly (1992), advirtió sobre el fetichismo de la innovación, una suerte de obediencia ciega a todo lo nuevo sin cuestionar su propósito.
Esta visión ayuda a entender por qué ciertos avances, aunque técnicamente posibles, no lograron instalarse socialmente. La pregunta no es si se puede hacer, sino para qué sirve, cómo mejora la vida cotidiana y, sobre todo, si responde a una necesidad real.
El contexto manda: entre el deseo corporativo y la apatía del usuario
Muchos fracasos tecnológicos no se explican por errores técnicos, sino por la desconexión con el contexto social y cultural de los usuarios.
El caso del metaverso es paradigmático.
Anunciado durante una pandemia que evidenció la fragilidad de los encuentros físicos, Meta intentó capitalizar el deseo de virtualidad. Pero, en la práctica, lo que las personas más ansiaban era volver a verse, a tocarse, a salir del encierro.
El timing, lejos de ser oportuno, fue un desatino emocional.
Además, el metaverso exigía recursos técnicos que no estaban disponibles para la mayoría.
Casco de realidad virtual, conexión de alta velocidad, tiempo para interactuar con un entorno aún torpe. Mientras tanto, las plataformas tradicionales como WhatsApp, Zoom o TikTok seguían resolviendo con eficacia las necesidades básicas de comunicación y entretenimiento. ¿Por qué saltar a lo incierto si lo conocido funcionaba mejor?
El fracaso también se cocina en la cocina del marketing.
Cuando la publicidad promete demasiado y la experiencia no cumple, la decepción es inmediata.
Esa fue la historia de la interactividad en la TDT. En países como Argentina, Brasil o Colombia, los gobiernos invirtieron en sistemas que permitirían al usuario votar en programas en vivo, acceder a datos extras o incluso realizar trámites.
Pero las aplicaciones fueron escasas, mal diseñadas y poco funcionales. No hubo incentivo real para que la gente adoptara esos usos.
En el caso de los televisores 3D, el contexto también jugó en contra. Las salas de cine lograron cierto entusiasmo inicial, pero el traslado de esa experiencia al hogar supuso un conjunto de barreras: la incomodidad de las gafas, la necesidad de sincronización, la falta de títulos atractivos.
El resultado fue el mismo que tantas veces ocurre en el consumo tecnológico: el entusiasmo inicial se desvaneció en la primera curva del uso cotidiano.
«Las revoluciones que no fueron»
Hay una dimensión casi poética en el fracaso tecnológico. Cada intento fallido deja pistas sobre lo que deseamos como sociedad, pero también sobre lo que no estamos dispuestos a hacer para alcanzarlo.
En ese sentido, estudiar los tropiezos de la innovación permite entender mejor los límites del deseo digital.
Los Google Glass son otro ejemplo contundente.
Anunciados como una revolución en la computación ubicua, sus gafas inteligentes prometían extender la realidad con información proyectada en tiempo real. Pero su fracaso fue tan cultural como técnico.
La gente se sintió incómoda frente a usuarios que podían grabar sin aviso, y el precio desorbitado terminó de sellar su suerte.
En 2015, Google detuvo su producción y admitió que el mercado aún no estaba preparado.
En Japón, los robots asistenciales para el hogar también atravesaron una ruta similar.
Aunque el país tiene una población envejecida y una alta cultura de automatización, muchos ancianos rechazaron la compañía de máquinas que no ofrecían verdadera interacción humana.
El proyecto Paro, un robot con forma de foca diseñado para ofrecer afecto, funcionó bien en algunos entornos clínicos, pero no logró generalizarse.
Y si vamos más atrás, podemos recordar los fracasos de la consola Virtual Boy de Nintendo en 1995, que intentó ofrecer una experiencia inmersiva de realidad virtual antes de tiempo.
Dolor de cabeza, baja calidad de imagen y un diseño incómodo provocaron que la consola se retirara del mercado en menos de un año.
En conclusión, el camino de la tecnología no es una autopista asfaltada al futuro, sino un terreno irregular donde las promesas chocan con las realidades del uso, el contexto y el deseo social.
Cada fracaso es una advertencia contra la idolatría de la innovación por sí misma.
Como escribió Evgeny Morozov en To Save Everything, Click Here (2013), «la tecnología no es ni buena ni mala, pero tampoco neutral». Tal vez por eso, entender por qué ciertos proyectos fallan es tan valioso como celebrar los que triunfan.
La historia de la innovación, como toda historia humana, está hecha tanto de avances como de olvidos.
Referencias
- Edgerton, D. (2006). The Shock of the Old: Technology and Global History since 1900. Oxford University Press.
- Postman, N. (1992). Technopoly: The Surrender of Culture to Technology. Knopf.
- Morozov, E. (2013). To Save Everything, Click Here: The Folly of Technological Solutionism. PublicAffairs.








