Internet: de red abierta a monopolio de plataformas

Lo que comenzó como un experimento académico para conectar computadoras se transformó en el tejido invisible que sostiene casi toda la vida moderna. Pero también se convirtió en el epicentro de una paradoja inquietante: la red que prometía democratizar el conocimiento y unir al mundo, hoy lo fragmenta y lo vigila.

Casi todo el video, el comercio, la conversación pública y la vigilancia transitan por sus venas, pero su corazón late en pocas manos.

De “red de redes” a “red de algoritmos”

Por: Gabriel E. Levy B.

En 2025, Internet celebra tres hitos fundacionales que, en conjunto, delinean su transformación de una red experimental a la infraestructura dominante del mundo contemporáneo.

Se cumplen 56 años desde aquella primera conexión en 1969 entre dos computadoras de la red ARPANET, 42 años desde la formalización del protocolo TCP/IP en 1983 y 34 años desde la irrupción de la World Wide Web en 1991, la interfaz que convirtió a la red en un espacio accesible y navegable para millones.

En 1969, esa primera transmisión entre la UCLA y el Stanford Research Institute no pretendía imaginar un universo comunicacional global, sino simplemente probar que dos máquinas podían “hablarse” a través de una arquitectura distribuida.

Leonard Kleinrock, uno de los pioneros del proyecto, describió ese momento inaugural como un ensayo técnico de envío de paquetes: intentaron escribir “login”, pero la red colapsó tras las primeras letras. Aquel breve intercambio “l-o-g” fue el primer suspiro de lo que más tarde devendría en un ecosistema total.

El siguiente gran salto ocurrió en 1983, cuando el protocolo TCP/IP reemplazó al NCP (Network Control Protocol) y se convirtió en el lenguaje común para que redes previamente incompatibles pudieran integrarse en un sistema universal. Fue este cambio el que permitió la expansión exponencial de nodos, universidades, centros de investigación y, más adelante, empresas y gobiernos.

TCP/IP no fue una interfaz visible, pero sin su arquitectura subyacente, ningún correo electrónico, ninguna página web ni ninguna red social sería posible hoy. Representó el paso clave entre una red funcional para pocos y un sistema operativo para la sociedad entera.

Y finalmente, en 1991, el científico británico Tim Berners-Lee presentó la World Wide Web: un sistema de documentos enlazados mediante hipervínculos, que podía ser consultado desde navegadores.

Este hito cambió la naturaleza de Internet: de una red de redes técnicas, pasó a convertirse en una experiencia cultural. El HTML, el protocolo HTTP y los primeros navegadores con interfaz gráfica crearon el acceso masivo a la información y dieron origen al concepto de navegación. La Web introdujo una nueva lógica de exploración: textual, visual, hipervincular.

Lo que al principio fue una infraestructura técnica sin rostro ni centralidad, una red sin dueño, se convirtió, con los años, en una dimensión simbólica y emocional de la vida cotidiana. De los comandos en terminales de texto se pasó a los timelines infinitos.

De los foros descentralizados a las plataformas hipercuradas.

Lo que entonces parecía una utopía digital una enciclopedia abierta, una biblioteca infinita, una comunidad global, fue absorbiéndose dentro de arquitecturas diseñadas para maximizar la rentabilidad de la atención.

Evgeny Morozov, crítico agudo del optimismo tecnológico, escribió en *The Net Delusion* que el ciberespacio se fue erosionando en nombre de la eficiencia, la vigilancia y el lucro. La promesa de una red abierta se enfrentó al diseño cerrado de las plataformas.

En pocas décadas, pasamos de la emoción de “log-in” a la angustia del “scroll”. Y en esa trayectoria, Internet dejó de ser una herramienta para todos y se convirtió en un espejo opaco de nuestras contradicciones sociales más profundas.

La paradoja de la hiperconexión

Mientras más conectados estamos, más difícil resulta encontrar una conversación común.

La polarización política, los discursos de odio, las burbujas de filtro y las campañas de desinformación son síntomas de una enfermedad nacida del propio diseño de la red actual. Plataformas como X (antes Twitter) o Facebook recompensan la reacción rápida, el contenido emocional y las posturas extremas. Los algoritmos priorizan la viralidad por encima de la veracidad.

Esto no es casual. Está vinculado con un modelo de negocios que extrae atención como materia prima. Shoshana Zuboff, en su libro La era del capitalismo de la vigilancia, explica que la economía digital se basa en capturar comportamientos, predecirlos y finalmente modificarlos.

La promesa inicial de una red que potenciara la deliberación y el encuentro se volvió un dispositivo de captura emocional.

Incluso en geografías remotas, donde Internet llegó como una promesa de inclusión, el resultado fue desigual.

En muchos países del sur global, la “puerta de entrada” no es la web, sino una app específica: Facebook o WhatsApp. El acceso existe, pero sin diversidad de fuentes. Es una ventana, no una plaza.

Y mientras se discute sobre inteligencia artificial y futuros cuánticos, gran parte de la humanidad aún accede a la red por conexiones lentas, inseguras y vigiladas. El sueño de una red democrática global sigue sin realizarse.

 YouTube, TikTok, Facebook: el poder de las plataformas

Hay datos que lo resumen todo. En 2023, YouTube registró más de 500 horas de video subidas por minuto. TikTok, por su parte, se convirtió en la aplicación más descargada del mundo. Facebook, con más de 2.900 millones de usuarios activos, actúa como “Internet completo” en varios países.

Estas plataformas no solo dominan el tráfico, sino también las narrativas. Controlan qué se ve, cuánto tiempo se ve, quién lo ve y cómo se interpreta.

En países como Filipinas o Brasil, las campañas electorales ya no se entienden sin el influjo directo de las redes sociales. La polarización política se acelera en entornos diseñados para segmentar audiencias, confirmar sesgos y maximizar el conflicto.

En el ámbito educativo, plataformas como Google Classroom o Zoom desplazaron a la Web como espacio de formación. La educación digital se canaliza a través de empresas privadas que controlan el acceso, los datos y la experiencia del usuario.

Incluso el entretenimiento se volvió rehén del algoritmo. Las series, los documentales, la música y el cine circulan filtrados por sistemas de recomendación que maximizan el tiempo de visionado, pero reducen la diversidad cultural. Netflix, Amazon Prime, o Spotify no solo son canales: son curadores invisibles que deciden qué es visible y qué queda oculto.

En conclusión, Internet cumple 56 años convertida en una red irreconocible para quienes imaginaron su nacimiento. De herramienta colaborativa pasó a convertirse en una estructura vertical, vigilada y altamente concentrada. Hoy, más que nunca, se impone la necesidad de repensar sus principios fundacionales, democratizar el acceso, distribuir el poder y recuperar su vocación original: conectar sin dominar.

Referencias:

  • Morozov, E. (2011). The Net Delusion: The Dark Side of Internet Freedom. PublicAffairs.
  • Zuboff, S. (2019). The Age of Surveillance Capitalism. PublicAffairs.
  • Fraticelli, D. (2020). La ideología de la digitalización. Editorial Teseo.

 

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