¿Debe la regulación poner fin a la obsolescencia tecnológica programada?

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Cada vez que un teléfono empieza a funcionar más lento, o cuando una computadora, apenas unos años después de su compra, ya no soporta las nuevas versiones de software, surge la misma duda: ¿es esto parte de la naturaleza del avance tecnológico o hay algo más detrás? La obsolescencia programada, ese proceso mediante el cual los productos tecnológicos parecen estar diseñados para fallar o quedar desactualizados, ha estado en el centro de un debate que involucra a fabricantes, consumidores y gobiernos. En medio de esta discusión, surge una pregunta clave: ¿debería la regulación estatal intervenir para poner fin a esta práctica?

 El problema de un fenómeno calculado y deliberado

Por: Gabriel E. Levy B.

La obsolescencia programada no es un mito ni una simple coincidencia. De hecho, es una estrategia empresarial que data del siglo XX, diseñada para asegurar el consumo continuo en una economía capitalista.

Tal como explica Giles Slade en su libro Made to Break, esta práctica comenzó en la industria automotriz, cuando las compañías estadounidenses decidieron que para mantener su nivel de ventas debían acortar la vida útil de sus productos.

Así, nació un ciclo de consumo perpetuo donde los bienes, en lugar de durar lo suficiente para justificar su costo, fueron diseñados para necesitar reemplazos constantes.

La idea de que los productos tecnológicos podrían seguir este mismo esquema no es descabellada. En un mundo donde la innovación tecnológica avanza rápidamente, el ritmo al que nuestros dispositivos “envejecen” es cada vez más acelerado.

Sin embargo, muchos expertos señalan que gran parte de esta obsolescencia es artificial. Es decir, en lugar de reflejar el avance natural de la ciencia y la tecnología, está planificada para empujar a los consumidores a adquirir nuevos productos a un ritmo cada vez más frenético. Karl Marx, en su análisis del capitalismo, ya advertía sobre este fenómeno, destacando cómo el sistema genera productos no para satisfacer necesidades, sino para mantener una rueda constante de consumo.

 La presión por regular

La creciente frustración de los consumidores ha llevado a varios gobiernos a considerar la regulación de la obsolescencia programada.

En Francia, por ejemplo, desde 2015 existe una ley que prohíbe la fabricación de productos con intenciones deliberadas de reducir su vida útil. Esta legislación ha puesto sobre la mesa una pregunta fundamental: ¿debe el Estado intervenir para proteger a los consumidores de este ciclo de consumo forzado? Y, si es así, ¿cómo debe hacerse de manera efectiva?

El problema es complejo. No se trata simplemente de prohibir a las empresas que acorten la vida útil de sus productos, sino también de crear un entorno en el que los consumidores tengan acceso a información clara y detallada sobre las características reales de los dispositivos que compran. En este sentido, algunos países europeos han comenzado a exigir que los fabricantes ofrezcan información sobre la “reparabilidad” de los productos. Esta medida tiene como objetivo empoderar a los consumidores para que puedan tomar decisiones informadas y, a la vez, fomentar un mercado de reparación que permita alargar la vida útil de los dispositivos.

Al mismo tiempo, se ha propuesto la creación de un “impuesto al desperdicio”, una medida que penalizaría a las empresas que fabrican productos con ciclos de vida artificialmente cortos. La idea detrás de esta regulación es obligar a las compañías a asumir los costos ambientales y sociales de su modelo de negocio, trasladando parte de la responsabilidad al sector privado.

 ¿Qué ganamos y qué perdemos?

La obsolescencia programada no solo afecta los bolsillos de los consumidores; también tiene un impacto considerable en el medio ambiente.

La producción constante de nuevos dispositivos genera una cantidad significativa de desechos electrónicos, los cuales, en muchos casos, terminan en vertederos de países en desarrollo. Según la Organización de las Naciones Unidas, en 2019 se generaron 53,6 millones de toneladas de residuos electrónicos en todo el mundo, y solo el 17,4% de ellos se recicló de manera adecuada.

Regulaciones más estrictas contra la obsolescencia programada podrían contribuir a reducir estos desechos. Sin embargo, algunos críticos señalan que frenar el ciclo de innovación y consumo podría tener consecuencias económicas indeseadas. Empresas como Apple o Samsung, que han sido acusadas de implementar prácticas de obsolescencia programada, generan millones de empleos y mueven una parte significativa de la economía mundial. Cambiar las reglas del juego podría alterar profundamente estas dinámicas, afectando a una industria que depende de la renovación constante de sus productos.

Algunos analistas sugieren que la solución no está en frenar la innovación, sino en encontrar un equilibrio. En lugar de promover un consumo desenfrenado de nuevos dispositivos, las empresas podrían enfocar sus esfuerzos en ofrecer actualizaciones de software que permitan a los dispositivos más antiguos seguir siendo funcionales por más tiempo. Esto no solo beneficiaría a los consumidores, sino también al planeta, al reducir la cantidad de dispositivos que terminan como desechos electrónicos.

 Lecciones de la realidad

Francia ha liderado el camino en la lucha contra la obsolescencia programada, pero no ha sido el único país en actuar. En 2020, Apple fue multada en Italia por ralentizar deliberadamente los iPhones a través de actualizaciones de software. La compañía justificó su acción afirmando que el objetivo era preservar la vida útil de la batería, pero los reguladores vieron esto como una táctica para empujar a los consumidores a adquirir nuevos modelos. Este caso despertó una ola de indignación global y llevó a más países a estudiar la posibilidad de sancionar a las compañías tecnológicas que adoptan prácticas similares.

Otro ejemplo relevante es el caso de Fairphone, una empresa holandesa que se ha propuesto fabricar teléfonos móviles diseñados para durar.

Fairphone ofrece piezas reemplazables y actualizaciones de software que permiten alargar la vida útil de sus dispositivos, demostrando que es posible fabricar tecnología de calidad sin depender de la obsolescencia programada. Sin embargo, la compañía sigue siendo una excepción en un mercado dominado por gigantes que priorizan la renovación constante sobre la durabilidad.

En conclusión

La obsolescencia programada es un tema complejo que involucra intereses económicos, tecnológicos y ambientales.

Si bien la regulación puede desempeñar un papel clave en la protección de los consumidores y en la reducción de los residuos electrónicos, también es necesario encontrar un equilibrio que no frene la innovación.

La clave podría estar en la creación de políticas que promuevan la durabilidad de los productos sin sacrificar el avance tecnológico, permitiendo así un modelo más sostenible y justo para todos.

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